jueves, 10 de noviembre de 2016

Fascismo contemporáneo




Trump ha ganado. 

El primer pensamiento que se me pasó ayer cuando me enteré de la noticia fue “los estadounidenses son gilipollas”. No me lo podía creer. ¿Cómo era posible que en pleno siglo XXI un xenófobo, racista, machista, homófobo, sinvergüenza y maleducado como Donald Trump hubiese podido ganar? En ese momento un escalofrío recorrió mi cuerpo y entendí lo que esto supone: el auge del fascismo y la victoria absoluta del sistema capitalista neoliberal que reafirma, una vez más, su posición en el mundo tras su triunfo en la Guerra Fría.

No obstante seguía preguntándome, pero ¿cómo?¿Cómo es posible que la gente esté tan ciega y que sea tan estúpida? Y entonces comprendí que la respuesta a esa pregunta la había recibido una semana antes. Hace una semana fui a una conferencia donde se trató de explicar cómo el fascismo está volviendo a ganar popularidad en Europa. En la conferencia, un hombre expuso muchos fenómenos sociales, de los cuales, yo me quedé con una idea que me pareció fundamental.

Según él, en el pasado, la fe en la religión llenaba espiritualmente a la población y adoctrinaba a la gente bajo conductas que eran “objetivamente” correctas. La religión ofrecía certezas y servía de mecanismo vertebrador para las personas en su conjunto. Porque la gente, decía, no quiere ser “libre” ni quiere conocer “la verdad”. Eso asusta demasiado y supone muchas responsabilidades que las personas no quieren asumir. La gente prefiere ser “feliz” bajo “certezas”, en este caso religiosas. Sin embargo, hoy en día muchos dejan de creer en Dios y el nihilismo que mencionaba Nietzsche comienza a hacer juicios de valor acerca de la realidad que nos rodea. No obstante, esto acarrea un problema: como somos nosotros mismos quienes decidimos acerca de la bondad y la maldad de los actos, la naturaleza del juicio es subjetiva.

Pasamos, por lo tanto, de tener certezas fundamentadas en la religión a una incertidumbre subjetiva que, a nuestro parecer, es la única legítima. Y la incertidumbre le resulta muy poco cómoda al ser humano porque uno no se siente seguro. Necesitamos objetivos, logros, metas, cosas concretas que le den un sentido a nuestra vida. Por ello, para llenar ese vació que antaño se hacía mediante la religión, las personas optamos por el materialismo capitalista, acorde al sistema en el que vivimos. Compramos para sentirnos mejor con nosotros mismos. Compramos coches, compramos una casa, compramos un viaje, compramos una televisión nueva, compramos ropa bonita, compramos, compramos y compramos.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando ya no podemos comprar tanto por la crisis? Pues muy fácil: nos enfadamos. No nos gusta no poder hacer lo que queremos. ¿Y la culpa es nuestra? ¡Por supuesto que no! La culpa, evidentemente, siempre es de los demás. De los inmigrantes que vienen de fuera a quitarnos el trabajo, de la inserción laboral de las mujeres cuando deberían estar en casa, de los maricones que viven en pecado, de los judíos que se quedan con todo el dinero, de los musulmanes terroristas, etc.

En ese contexto llega un tal Trump que empieza a dar soluciones fáciles y que regala los oídos a una gran cantidad de personas que se sienten frustradas y que echan la culpa de sus desgracias a los demás debido a una profunda insatisfacción vital. Y poco a poco va ganando apoyo, y lo que en un principio parecía una broma acaba convirtiéndose en una alarmante realidad.

Aunque los tiempos cambien, las características de las doctrinas fascistas siempre permanecen ahí. Se trata de un líder que apela al sentimiento nacional, que identifica a enemigos y que establece como objetivo la grandeza del país. No hay un desarrollo ideológico por detrás, y por eso es difícil de definir. Sin embargo, es muy fácil distinguirlo, pues se trata de una doctrina que apela directamente a los sentimientos y que, analizándolo racionalmente, no tiene fundamento alguno.  

La verdad es que esto asusta, asusta muchísimo. Porque este no es un fenómeno que haya ocurrido solamente en los Estados Unidos (que ya es decir), sino que también sucede en otras partes del mundo. En España, sin ir más lejos, tenemos a Rajoy, en Francia a Le Pen, luego tenemos al Reino Unido con la Primera Ministra conservadora Theresa May y con su Brexit, Merkel en Alemania, Putin en Rusia y un largo etcétera que podríamos seguir nombrando.

Durante aquella conferencia, hubo un estudiante griego que dijo que en su país había un partido político fascista llamado Amanecer Dorado que era la tercera fuerza política del Parlamento. Según él, debido a la gran popularidad que tenía, muchos inmigrantes tenían miedo de salir a la calle porque les pegaban y les maltrataban en zonas públicas. Después de contarnos semejante episodio, el chico no dudó en afirmar que sólo era cuestión de tiempo que hechos similares se propagaran por el resto de Europa.

Tras haber atendido dicha conferencia, y después de la victoria de Trump, no me queda la menor duda que el fascismo está en auge en el mundo y que, sin lugar a dudas, será nuestra generación la que tenga que afrontar la Tercera Guerra Mundial, que, al parecer, será una lucha por el agua, por los alimentos y por el petróleo.

¿Solución? La educación. Debemos educar una sociedad donde los individuos sean capaces de pensar por sí mismos. De razonar y de medir las consecuencias reales de sus actos. La educación y la cultura ofrecen mecanismos de defensa a las personas para defenderse de la manipulación, ya no sólo política, sino también mediática y económica. Los medios de comunicación, en su mayoría, son de propiedad privada de grandes empresas que defienden intereses, muchas veces de ciertos partidos políticos. Es nuestro deber mostrarnos críticos ante sus mensajes y no creernos todo lo que nos dicen como si fuera una verdad objetiva e indiscutible. Pero para ello hay que invertir en la educación, pero, sobre todo, hay que actuar acorde a los valores que estamos tratando de enseñar, pues de poco sirve que todo el discurso quede en la teoría.

Es nuestra generación la que debe pelear por una mayor democracia y mayor transparencia mediante la defensa de la educación y la cultura. No podemos dejar que los políticos echen por tierra todo lo que se ha conseguido a lo largo de la historia. Los derechos son tesoros que debemos preservar. Pero, sobre todo, no podemos dar nada por sentado, porque nada es seguro. No nos podemos confiar. Debemos luchar por nuestros derechos. Y debemos defenderlos ya.


Yo creo en una sociedad culta, educada y políticamente activa. Pero para ello necesitamos la colaboración de todos y de todas.

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